Los cítricos tardaron miles de años en llegar a Sevilla procedentes de Malasia, Vietnam o el Himalaya, pero cuando lo hicieron, se injertaron profundamente en la savia de la ciudad, como si de un cadáver exquisito se tratara.
Una alianza que hunde sus raíces en la propia mitología fundacional de Sevilla, que se remonta al trazado de la ciudad por Hércules en su tránsito hacia el jardín de las Hespérides. Un trabajo en búsqueda de las “manzanas doradas”, cuyo rastro pervive aún en la etimología de las naranjas amargas (Citrus x aurantium). Pero no cesa aquí este torrente, sino que atraviesa otros tiempos y otros espacios como los jardines andalusíes o el patio de los naranjos, aún con aroma a paraíso; las densas huertas del Real Alcázar, que el italiano Andrea Navagero recordaba tan frondosas que ni el sol se atrevía a penetrar; o los jardines de experimentación del sevillano Ibn al Awaan o del médico Nicolás de Monardes, de los que partieron conocimientos botánicos que se extendieron por todo el orbe conocido. Un mundo en expansión cuya redondez se contrastó, precisamente hace cinco siglos desde aquí, en un mítico viaje circular que llevó a marineros como Pigafetta, a sentir cierta hospitalidad al llegar al sudeste asiático en una suerte de reencuentro original con los cítricos.
Viajes de ida y vuelta -estos- como el barco de naranjas sevillanas que buscando refugio durante una tormenta atracaría azarosamente en Dundee, donde la venta del cargamento propiciaría el uso de las naranjas amargas como condimento fundamental de la típica mermelada inglesa. Un producto que ha terminado por difundir globalmente a este fruto como naranja de Sevilla.
Así, poco a poco, se fue complejizando y tupiendo la red de relaciones entre los cítricos y la ciudad, propiciando que en la actualidad casi 50.000 ejemplares prosperen en sus calles y parques, lo que supone el 20% del bosque urbano. Un hecho singular este, cuya expresión estética más elevada corresponde a su fragante floración que actúa como preámbulo de las fiestas de primavera, alcanzando casi una suerte de sincronía ritual con los propios ciclos de la ciudad.
También durante la Navidad, cuando sus frutos maduros y pesados curvan las ramas, recordamos que esta corriente de vínculos es algo frágil e inconcluso… y que muchas de estas alianzas se han ido erosionando con el tiempo o no se han desarrollado con plenitud. Por ello, con esta celebración queremos reactualizar la conexión con lo cotidiano, con lo que nos rodea, con lo que tenemos a mano, dejándonos asombrar de nuevo por sus cualidades latentes, explorando sus potencialidades más creativas y fomentando nuevos devenires compartidos.
Por ello te invitamos a que recolectes una naranja amarga de cualquiera de los 49.507 naranjos amargos de la ciudad, y que vengas al antiguo convento de Santa Clara, donde le prenderemos luz para iluminar la noche del solsticio de invierno, la más larga del año, celebrando juntos el patrimonio cítrico de la ciudad.